Los docentes a examen
Solo si se cree a fondo en la educación pública se puede actuar para
mejorarla
ÁNGEL RUPÉREZ
22 MAY 2016 - 00:00 CEST
La evaluación de los profesores es una tarea básica
para la mejora educativa.
He dedicado mi vida a la docencia, tanto como
catedrático de instituto, especialidad Lengua y Literatura, como profesor de
Teoría de la Literatura de la Universidad Complutense de Madrid. Así que algo
sé de lo que se cuece en ambos ámbitos educativos. Hablemos ahora de evaluación
de la actividad docente puesto que ha salido recientemente ese tema a la
palestra. En la universidad los profesores son evaluados fundamentalmente por
lo que se llama su actividad investigadora, no por su actividad docente. En la
universidad la docencia importa mucho menos que lo que llaman investigación,
el verdadero santo y seña de esa institución que nació –oh contradicción– para
y por la docencia. Esa evaluación es llevada a cabo por una institución llamada
ANECA, de rostro desconocido, integrada por profesores que actúan con antifaz.
Me atrevo a asegurar lo siguiente: ni Harold Bloom, ni George Steiner, dos de
mis ídolos en el ámbito en el que yo he sido profesor universitario, habrían
sido aprobados nunca jamás por esos oscuros vigilantes del mérito investigador.
Recomiendo a este respecto lo que dice el profesor Jordi Llovet en su magnífico
e indispensable libro Adiós universidad (Galaxia Gutenberg).
Ahora leemos que el actual ministro de Educación –un
hombre que confiesa no saber nada de educación, como el infortunado Wert- ha
encargado a José Antonio Marina unlibro blanco sobre los docentes
en el ámbito no universitario. Marina –si no estoy mal informado– ha sido
catedrático de instituto y, por ello, debe de conocer bien uno de los ámbitos
docentes que ahora están en juego con su proyectado libro blanco (el
otro es el de la enseñanza primaria). Marina asegura algo así como que el
encargo que le han hecho está al margen del debate ideológico puesto que él fue
muy criticado por el PP en su momento, debido a las posiciones que adoptó sobre
la asignatura Educación para la Ciudadanía, bestia negra del PP.
Sin embargo, y a pesar de su cándido optimismo, difícilmente el debate de la evaluación
profesoral escapa a esa ideologización de la que hablo porque, de entrada, se
sitúa ya en un marco fuertemente ideologizado. No en vano el actual ministro
representa a un partido que ha puesto en práctica medidas que revelan una
marcada ideología en temas educativos. Los dramáticos recortes en la educación
pública son pura y dura ideología, no lo olvidemos.
En la
universidad la docencia importa mucho menos que lo que llaman 'investigación'
En ese
contexto, muy generalizado en buena parte de España –incluida la dominada por
los independentistas catalanes–, se propone una medida como la evaluación de
los profesores con el fin de distinguir entre los buenos y los malos docentes
para que los primeros ganen más que los segundos. De entrada me asombra que
esta evaluación deje fuera a la enseñanza universitaria donde los pésimos
profesores –que abundan- campan por sus respetos con suma tranquilidad mientras
que los profesores de primaria y secundaria se verán sometidos a una evaluación
en un terreno donde la docencia con frecuencia es sumamente compleja y difícil.
También me asombra esto: parece que hay una sospecha que afecta únicamente a la
profesión docente, como si fueran los docentes los responsables únicos de la
buena o mala marcha de la educación en un país. La buena docencia está con
frecuencia directamente relacionada con los buenos medios para ejercer la
docencia. Si atentas contra un buen equilibrio entre carga docente y
rendimiento en clase, corroes de lleno los fundamentos de una buena docencia.
Si sobrecargas las clases de alumnos, a veces con serios problemas de todo
tipo, socavas de lleno los fundamentos de una buena docencia. En ese contexto
plenamente ideologizado, del que es responsable el actual partido que ha
gobernado durante cuatro (largos) años, surge esta idea de evaluar la función
docente. Me escandaliza la paradoja: ¿no hay que evaluar previamente al
Gobierno que mina la educación pública y que propone luego medidas que apuntan
el dedo acusador a los pobres docentes de esa misma educación pública?
Señalo, por tanto -y solo para abrir boca-, una
contradicción de origen en la propuesta gubernamental que me resulta casi
ofensiva, al tiempo que sugiero que no se empiece la casa por el tejado.
Conviene ponerse plenamente de acuerdo sobre esta cuestión y conviene afinar
sumamente para impedir simplificaciones preocupantes, hechas además desde una
cómoda barrera, que es la barrera del laboratorio (en este caso, unthink-tank integrado
por una sola persona). La mejor idea de las escuchadas a Marina –a pesar de las
reservas que acabo de expresar al procedimiento en sí: un ministro de un
Gobierno que no cree en la educación pública encarga un proyecto a un antiguo
profesor que no capta la contradicción en la que está atrapado- es la de
apostar por una especie de MIR educativo que conseguiría hacer una bastante
rigurosa selección de profesores que garantizaría un docencia más solvente,
siempre y cuando no se minaran la condiciones para ejercerla. Lo cual, de
nuevo, nos trae al terreno de la pura y dura ideología. Solo si crees a fondo
en algo –la educación pública– puedes poner toda la carne en el asador para
hacerla mejor. Y solo si la conoces a fondo, puedes pedir cuentas a quienes se
rompen muchas veces la crisma por defenderla.
Ángel
Rupérez es doctor en Filosofía y Letras. Ha sido
catedrático de instituto y profesor de Teoría de la Literatura de la UCM. Acaba
de publicar el libro de relatos Las lágrimas necesarias(Izana Editores)
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